El viernes abrí los ojos y me senté en la cama. Miré el reloj, ya era hora de levantarme. Me vestí y salí de la habitación lo más sigilosa posible, para no despertar a mamá. Me lavé la cara, me peiné y desayuné. Después agarré la mochila y me fui al trabajo en bicicleta.
Sentí el viento frío en la cara, lo cerca que pasaban los autos, lo acelerada que estaba la gente. Vi el cielo, las nubes y el sol. Miré la hora y calculé en cuánto tiempo hacía las cuadras que me quedaban.
Cuando llegué, saludé a mi compañero de todas las mañanas y prendí la computadora. Me senté a analizar qué noticia iba a publicar primero. Pero en la radio escuché que te habían encontrado Araceli; me rehusé a pensar que fue como no quería que aparezcas, aunque lamentablemente sentía que así iba a ser.
¿Por qué? Porque no recuerdo la última vez en que una de nosotras desapareció y volvió a la casa. Porque cada día que pasa crece el horrible presentimiento de que el final es siempre el mismo. Porque no hace un mes que nos falta Micaela, que luchaba para que dejen de matarnos gritando “Ni una menos” y se convirtió en una más de una lista que va en aumento.
Volviendo a casa, pensé que ninguna está libre de eso. Que mis amigas andan solas a cualquier hora del día, como yo. Y no logré entender cómo es que alguien puede culparnos por eso. O por la ropa que vestimos.
Fui a cursar pensando en vos, Araceli. Con un dolor gigante. Con bronca e impotencia. Con ganas de no estar ahí. Queriendo que no exista la horrenda noticia de que te encontraron muerta.
Me fui caminando como cualquier día normal. Las últimas cinco cuadras antes de llegar a casa son un poco oscuras, pero las paso rápido, casi cerrando los ojos.
Cuando llegué abracé a mamá, que me esperaba con la cena lista, como todos los días. “¿Qué te pasa?”, me preguntó. Y sin poder hablar, me largué a llorar. ¿Se notaría el dolor en mis ojos? Juro que traté de ocultarlo, de hacer lo que hace la mayoría: actuar como si nada. Pero no pude.
No sabía cómo empezar. No quería asustarla, pero necesitaba hablar para que supiera que muero de miedo. Que temo por un día no llegar a casa y abrazarla. O llegar y que ella no esté. Porque no sabemos quién, pero seguro habrá una próxima víctima. ¿Que por qué este pesimismo? Porque nos están matando, a toda hora, en todo lugar. Yendo solas de día o de noche, con short, pollera o pantalón, camino al trabajo, a la escuela o a la universidad. Porque vivimos en una sociedad machista, que minimiza la situación.
Cómo tengo que reaccionar si me tildan de “exagerada” cuando cuento que me gritaron algo en la calle. O cuando me miran mal porque puteo al que me tocó el culo en el colectivo. O cuando el taxista me dice “linda” y al ver que lo ignoro me mira fijo.
Porque hoy te dicen un “piropo”, pero te van a apoyar en el bondi, te van seguir unas cuadras gritándote cosas, te van a acorralar en una plaza, te van a manosear, te van a violar, te van a matar, te van a quemar, descuartizar, enterrar. Y cuando tu familia empiece a buscarte, ya no vas a estar. Y encima, tu mamá y tu papá van a tener que soportar que les den la espalda porque “ya vas a volver”, porque seguro te fuiste con alguien, porque no supieron cuidarte, porque te vestiste “para provocar”, porque andabas sola tan tarde. Pero cuando te encuentren, te aseguro que cada persona se va a mostrar dolida y asombrada, porque cómo puede ser que exista gente así, ¿no? Que se sienta tan libre de hacerte lo que quiera.
¿Qué hago con el miedo de volver a casa sola a la noche? ¿Qué hago con la sensación de que me están siguiendo? ¿Caminar más rápido me asegura llegar a casa? ¿Llevar las llaves en la mano me servirá para defenderme? ¿Hice bien en decirle a mamá que en 20 estaba ahí? ¿Y si no llego?
Me duele el alma, Araceli. Porque hoy te hablo a vos, pero en unos días le hablaré a alguien más. No vamos a parar hasta que se haga justicia. Porque queriendo callarte, multiplicaron tu voz.