La experiencia vivida en la exposición de Bordeu ratificaron la presunción: definitivamente, el campo no es lo mío.
Por Florencia Fedeli (*)
Periodismo Gráfico II / ISCCS
Volver a la exposición de ganadería en Villa Bordeu me trae recuerdos. La última vez que la visité fue hace un par de años. Era un día de la semana y, si mal no recuerdo, estuve durante un remate feria. Mi amigo Martín me había pedido que lo acompañara. Él es uno de esos pibes camperos, que se apoda a sí mismo como paisano bruto en redes sociales. En fin. Cosas de la vida que mejor no preguntar.
Lo que aprendí aquella vez es que, definitivamente, el campo no es lo mío. Ah, y también que tenía que ir preparada para pisar el barro (y la bosta) entre los corrales de las vacas y de los toros. Sobre todo, si llueve los días previos. No tengo botas altas aptas para tal circunstancia pero, como diría mi madre, había que ir de joggineta y con ropa vieja. Así que, así fui.
Me prometí que la segunda cita con Bordeu sería distinta. Un sol radiante y calorcito anticiparon buenos augurios. En esta oportunidad aproveché la excusa del paseo para almorzar con una amiga, Silvina. Ella es más entendida y comprometida con el campo que quien suscribe.
La travesía empezó bien. El primer desafío fue encontrar lugar para estacionar a la sombra; lo logramos. Ahí di por asegurado que la breve estadía sería un éxito.
Al ingresar a pie se veían muchos banderines de colores. Allí se envolvió el olor a parrillada que escondía un mensaje subliminal: «De hambre hoy no vas a morir». Ah, pero no como carne. No importa; me adapto.
La bienvenida fue cálida: enormes food trucks, camionetas 0km y hasta un espacio para sacarse fotos y recordar la visita. Un área de descanso que tenía juegos para los más pequeños y hasta una exposición de autos antiguos. Atrás del todo, estaban ellas: las vacas. También, había caballos que podías montar para colaborar con una fundación llamada Huellas y, dentro de los galpones, distintos puestos con productos artesanales de emprendedores. Todo era una fiesta.
Caminamos asombradas, cabeceando entre la gente y viendo dónde podíamos almorzar. El sol estaba muy fuerte. Entramos a uno de los galpones para resguardarnos del calor. Recorrimos los estands y mi amiga, por lo bajo, me dijo: «El de la izquierda que está sentado ahí, es mi ex». Como siempre, me di vuelta para el lado equivocado y no lo pude fichar. Prometí prestar más atención al regreso, en dirección a la salida.
Me tenté con varias cosas lindas que vi, pero sólo compré una perfumina para aromatizar mi casa. Me gustan los olores ricos. Por un momento, sentí que iba de shopping pero, después me acordé que afuera estaban mis queridas vacas.
Salimos decididas a encontrar, finalmente, nuestro lugar para saciar el hambre. Se veían largas filas de gente esperando para comprar menúes en todos los estands. Me sedujeron los sillones blancos de uno de los puestos que ofrecía gintonic, pero si tomaba alcohol me iba a dar sueño. La edad tiene esas cosas. Tengo más de treinta y menos de cuarenta. Esa delgada línea donde una empieza a ser señora. «¿Señora, qué va a pedir?», «permiso señora», «¿algo más señora?». Al final, la señora pidió chipas en forma de palitos y una chipizza; es decir, una pizza hecha con harina de mandioca. Me parecía ¿innovador? La mala decisión fue elegir la variedad de fugazza. La cebolla estaba cruda y fatal. Muy.
Comimos sentadas al reparo de la sombra resignadas por la mala elección. Al costado nos miraban las ovejas. Estaba por empezar la jura de clasificación y los dueños se entretenían cepillándoles el pelo, mientras el público se acercaba a ver el desarrollo del evento.
Nosotras, sin embargo, decidimos remontar la tarde tomando unos helados de palito; estaban riquísimos. Caminamos hacia el área de los caballos. En los corrales había un cartel que decía: «No tocarlos. Muerden».
Seguimos adelante con nuestro día de aventura. Entramos a otro galpón con estands y cosas ricas. Al fondo, estaba la zona de las aves enjauladas. Había gallos campeones con su plumaje tan hermoso. Pensaba que era mejor no analizar la situación. Realmente me pareció triste la escena del encierro animal; me gusta verlos en libertad.
Me pregunté, ¿qué pensarán los gallos que están ahí? Si tuvieran la capacidad para hacerlo, claro. Mientras recorrí las jaulas los miré detenidamente y la escena me sensibilizó. Era triste. Definitivamente.
Imaginé, por un segundo, un pensamiento del ave sobre mí: «Una señora se acerca, me mira. Asombrada, desconfiada. No entiende. Me gusta seguirla con la mirada, como haciéndome el misterioso, acompañando su caminata por el lugar con mi cabeza hasta que la pierdo de vista”.
Mi cita con la rural se venía abajo. «¡Qué no decaiga!», me dijo mi amiga. Ya casi estábamos por abandonar el predio. Pero continuamos la caminata al aire libre y reflexionamos de la vida (siempre lo hacemos).
Encontramos un estand con flores y plantas, a las que decidí sacarles fotos. Seguimos recorriendo y me acordé que, años atrás, había tenido otra cita con Bordeu: cuando me invitaron a cantar al programa de LU2, que conducía Florencia Albanesi. Es habitual que esa radio transmita en vivo desde el predio durante la exposición, como lo hizo esta vez. Así fue como contabilicé mi segunda visita. Esta sería mi tercera. La vencida. ¿Vencida de qué? No importa.
Había mucha gente disfrutando del día de campo. Sospechamos que se debió a que la exposición volvió a llevarse adelante después de dos años de ausencia por la pandemia de 2020.
Volvimos a caminar por el área de descanso y le pedí a mi amiga que me saque una foto al lado de un auto Ford antiguo. Era para registrar mi recuerdo de señora.
Continuamos recorriendo y avistamos un puesto que vendía comida mejicana. Debatimos sobre cuán bueno hubiera resultado nuestro almuerzo ahí, pero pensamos que, quizás sabía muy picante. Aceptamos lo que nos tocó y seguimos adelante.
Mientras mirábamos los caballos, nuevamente, me acordé del comentario de mi amigo Martín sobre la exposición: “Es una feria para la oligarquía». Dejé pasar de largo el pensamiento y seguí reflexionando sobre los animales: ¿Qué pensarían si pensaran? ¿Estarían sufriendo tanto el calor como nosotras? ¿Tendrían sed? ¿Los caballos estarían dispuestos a morder realmente?
En verdad, mi cita con la exposición de Bordeu me dejó más dudas que certezas. Lo único que puedo asegurar, por tercera vez, es que —definitivamente— el campo no es lo mío.